* Mitos y realidades de un género maldito
* Un psicólogo resuelve los debates en torno a este tipo de cine
MÉXICO, 07 de octubre de 2025.- Un asesino enmascarado que va a matar a aquella chica inocente que solo ha atendido una llamada de teléfono, un tiburón que se acerca sigilosamente a una bañista que terminará tiñendo el agua de rojo, un payaso apareciendo por sorpresa detrás de un infantil globo rojo… Todas estas escenas tienen un elemento común: hacer sufrir a muchos espectadores a la vez que les enganchan mucho más a la historia. El terror tiene un componente adictivo que desagrada y encanta a la vez, y que por difícil que parezca, es una antítesis que tiene explicación.
Desgranar este tipo de realidades siempre es interesante, aunque el mejor momento es descubrirlo con la película El Exorcista: Creyente. Esta secuela trae los exorcismos al frente del cine de terror como se ha hecho en varias ocasiones a lo largo de los últimos años; aunque en esta ocasión sigue el legado de una de las películas de terror más conocidas de la historia, El Exorcista. Estrenada en 1973, sus efectos, trama y decisiones de trama políticamente incorrectas no solo revolucionaron al público, sino todo el género. Algo que a día de hoy sigue consiguiendo.
En esta nueva película, dos familias se reencontrarán con sus respectivas hijas tres días después de su desaparición, y verán como actúan de manera extraña. El diablo ha entrado en ellas, por lo que tendrán que luchar contra su propio escepticismo y evocar el poder de Cristo para salvar a sus pequeñas. Por supuesto, la cinta volverá a pegar a sus butacas a los espectadores con escenas que conseguirán atemorizarles, ya sea horrorizándoles o provocando que cada vez estén más dentro de la película. Y el porqué es rebuscado, aunque lógico.
Un asesino enmascarado que va a matar a aquella chica inocente que solo ha atendido una llamada de teléfono, un tiburón que se acerca sigilosamente a una bañista que terminará tiñendo el agua de rojo, un payaso apareciendo por sorpresa detrás de un infantil globo rojo… Todas estas escenas tienen un elemento común: hacer sufrir a muchos espectadores a la vez que les enganchan mucho más a la historia. El terror tiene un componente adictivo que desagrada y encanta a la vez, y que por difícil que parezca, es una antítesis que tiene explicación.
Desgranar este tipo de realidades siempre es interesante, aunque el mejor momento es descubrirlo con el estreno de El Exorcista: Creyente. Esta secuela trae los exorcismos al frente del cine de terror como se ha hecho en varias ocasiones a lo largo de los últimos años; aunque en esta ocasión sigue el legado de una de las películas de terror más conocidas de la historia, El Exorcista. Estrenada en 1973, sus efectos, trama y decisiones de trama políticamente incorrectas no solo revolucionaron al público, sino todo el género. Algo que a día de hoy sigue consiguiendo.
Todo apunta al mismo elemento común, el miedo. Como emoción, es algo que los seres vivos compartimos y que nace de la necesidad de protección ante las amenazas: el instinto de supervivencia ha sido vital para todas las especies desde el inicio de los tiempos – de lo contrario, no prosperarían a través de la historia -. Si nuestros antepasados no hubieran huido de las bestias que les incluían en su dieta, ahora no estaríamos aquí.
Así lo explicaba Alberto Soler en una conferencia vinculada al estreno de El Exorcista: Creyente, en la que primero contó cuál se considera la primera experiencia de terror en el cine. Fue en el año 1895, cuando los hermanos Lumière presentaron La llegada del tren a la ciudad. Era una escena que apenas llegaba al minuto, y simplemente mostraba un tranvía llegando a una estación, pero el miedo llegaba puesto por su mero contexto: los espectadores, aún sin experiencia audiovisual previa, tomaron el punto de fuga y la profundidad de campo de la escena como la prueba irrefutable de que el vehículo iba a traspasar realmente la proyección y arroyarles por encima. Se mostraron aterrorizados.
A aquellos espectadores de hace más de dos siglos seguramente les vino una respuesta fisiológica, que tratándose del miedo activa el sistema nervioso. La respuesta al estímulo que lo causa es ponerte en alerta; algo que pasa por el córtex visual. En otras palabras, notamos la amenaza y la vemos, con dos respuestas posibles: la vía rápida, en la que la percepción de la amenaza va la amígdala y termina resultando una respuesta conductual y fisiológica, en apenas unas milésimas de segundo; o la vía en la que va del córtex visual al córtex prefrontal, con activación a nivel cardiovascular, músculo esquelético o endocrino -en esta última categoría se encajaría, chistes aparte, la expresión «cagarse de miedo», o lo que es lo mismo, evacuar esfínteres para asegurar una huida más liviana -.
Aquí entra en juego la amígdala, que forma parte del sistema límbico y se ocupa del procesamiento de las emociones y sus reacciones – de nuevo, la supervivencia -, que en el caso de estar ante una película de terror se activaría. De esta manera, no somos nosotros los que decidimos reaccionar con miedo ante una película de terror, sino nuestro sistema. Aunque es el cómo nos lo tomemos lo que nos diferencia y da una explicación exacta del fenómeno.
Al igual que el estigma de los videojuegos, las películas de terror corren el riesgo de alcanzar fama de peligrosas en cuanto a su audiencia se refiere. Si disfrutas de un descuartizador enmascarado, ¿podrás llegar a serlo algún día? Salvando el tremendo trecho entre ficción y realidad que siempre ha existido, lo cierto es que el punto de la baja empatía puede hacer llegar a pensar que puede haber una relación directa entre ambos elementos.
En definitiva, ver películas de terror no te va a hacer desarrollar un instinto asesino; pero sí puede llegar a provocarte un nivel de sugestión que acabe haciendo que vayas al baño a mitad de la noche y enciendas todas las luces que encuentres a tu paso por ese «ruido extraño» que crees haber oído. De nuevo, la consecuencia más habitual del cine es el miedo, que suele alterar la realidad que vivimos por ponernos en exceso de alerta.
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