jueves, abril 18, 2024
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Amor de mis amores: ¡Qué sea guapo, mijita!

Dime con quién andas y te diré quién eres, dice el refrán. En mi casa aplicaba para distintas cosas, no nomás pa’ las influencias delincuenciales. Por ejemplo: mi amiga Lulú, que era hija del que vendía flores en la esquina, no era una buena para mí, porque era morena y pobre. Mis amigas de la prepa, a las que les daban permiso hasta las tres de la mañana, tampoco. Muy libertinas. Mi primera novia ¡menos! Ella era morena y tenía pinta de lesbiana y mi mamá intuía que no era nomás mi amiga, pero no quería enterarse de que a su hija –yo- le encantaba la almeja. Las amistades propias de mi categoría debían ser blancas y rubias de preferencia, ya que éramos el orgullo de la colonia por ser güeritas. Ahí vienen las alemancitas, le decían a mi madre que inflaba el pecho. Mejoraste la raza, le decía mis tías por haberse casado con mi juchiteco padre.

Evidentemente crecí como una racista y clasista de mierda, cosa que me he tenido que quitar a punta de derechohumanazos, pero ¿y eso qué tiene que ver con el amor y nuestra manera de habitarlo? Procedo a explicarme. Yo crecí con una idea: ser bella es ser blanca/o, delgad/o, nariz respingada y cabello ssssruuubio. Yo cumplía con lo blanca y lo rubia pero pa’ lo demás no dio la genética. Además nací con estrabismo, igual que mi mamá. Por eso me operó a los cuatro años, así que ni siquiera tuve que vivir el bullyng de ser “bizca”. Ni me enteré. Pero ella sí. Ella corrigió su condición hasta los 45. Por eso cuando mi padre, galán de barrio morenón y guapo le propuso ser su novia, ella dijo que sí. Tenía un cuerpazo y era rubia, pero tenía estrabismo y eso le restaba puntos. Además ¡ya tenía 26 años! O sea, se nos estaba quedando. Bendito dios que aquel hombre le echó un lazo. Mi mamá trabajaba en una farmacia que además vendía joyería barata. Buena parte de la amistad entre ellxs se desarrolló mientras mi padre le compraba obsequios a mi madre para sus novias. O sea, mi mamá siempre supo que mi papá era mujeriego. Pero era guapo y ella no. Según los estándares, ella no. Aunque le doliera que él fuera mujeriego se casó y nunca se divorció. Porque él era guapo y ella no.

¿Qué les puedo contar? ¿ustedes creen que me zafé de soportar ojetes por sentirme fea? Nanai.

En mi primera experiencia de putería organizada recuerdo que me estaba besando con una guapaza que me llevó de la mano pa’ un cuarto oscuro. Cuerpo perfecto, tez impecable, bueno hasta la chingada nariz respingada tenía. La cosa es que los besos estuvieron medio insípidos la verdad. Como que no conectamos. A los diez segundos una mano me volteó y me topé con una boquita que todavía recuerdo con jícamo en el sisirisco. Me sorprendió. Ora sí que me agarró en curva y como me gustó, me dejé llevar. Su cuerpo no era precisamente como el modelo de belleza que traía yo en mi cabecita, pero estaban tan sabrosos los besos que me seguí de frente. Una es golfa y en la medida de lo posible, golfa democrática.

 

Esa noche me ocurrió una revolución y grité de la risa de mi misma y mis estúpidos estereotipos de belleza que me habían hecho perderme de mucha sabrosura. Pero peor aún, mis prejuicios me hicieron soportar grandes indignidades, por la creencia de que andar con una “guapa” me daba un cierto poder que yo no tenía. Al fin y al cabo, el poder de ser atractiva, aceptada, socialmente cool, chingona.

No me malentiendan, la culpa –por lo menos en mi caso- no es de las “guapas”. Aquí la que les dio el permiso, el instructivo y la súplica firmada de que me partieran el hocico fui yo.

¿Desde dónde nos enamoramos?

Con el poliamor he ido aprendiendo a enamorarme de una diversidad importante de personas. Quizás es porque este tipo de estructura hace que la diferencia sea un plus. De ti me gusta esto, y de ti me gusta lo otro. Tú eres hermosa por esto y tú por estas otras cositas, y así.

Poco a poco he ido identificando lo que realmente me gusta y he ido desarticulando esa puta idea de belleza que me hace sentir fea e indeseable y que me hace -por lo tanto- definirme a partir de quién me desea y no de mi propio deseo. No la tengo ganada, no se crean. El condicionamiento cultural está casi tatuado. Pero es un asunto de sobrevivencia. Es una chinga enamorarse desde el “no soy tan bonita como tú”. Y lo peor del caso es que sospecho que es todo, menos amor. Lo bueno del asunto es que desarrollé otras habilidades -choro mata carita, pero chiste y canto matan todo- pero no son modos. Todo bien con haber aprendido a cantar bien y ser simpática, pero no son modos.

En la diversidad está el gusto, versa otro refrán. No lo sé. Pero de que en la diversidad está el aprendizaje, eso que ni qué.

 

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